domingo, 4 de octubre de 2009

(102) JOSÉ de RIBERA: Santiago el Mayor

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Uno de los grandes privilegios de entre todos los que podemos gozar los sevillanos, y del que tantas veces la gran mayoría ni nos acordamos, es el de poder pasear por los patios y las salas del Museo de Bellas Artes.
Y de entre todas las maravillas que encierra disfrutar de la que, desde el día en que la contemplé por primera vez, es, sin duda alguna, mi favorita.


Para dar con ella el camino es muy sencillo. Una vez dentro del museo y atravesando el patio del pozo accedemos por la gran escalera a la planta principal y a los pasillos que circundan uno de los claustros del antiguo convento. Uno de estos corredores, si no recuerdo mal es el primero a la izquierda, nos lleva directamente a la sala IX.

Nada más enfilar el pasillo tan sólo habrá que dejarse conducir por la misteriosa mirada que desde el fondo de la sala nos contempla atrayendo poderosamente toda nuestra atención.
¿Pero, quién es el personaje que así nos mira?
Por el hábito de peregrino y por la pequeña concha que se descubre tras la capa podemos deducir que nos encontramos ante una representación del apóstol Santiago. Sin embargo, el pintor, como queriendo cumplir con las exigencias del encargo de la manera más anecdótica posible, ha reducido al máximo los atributos iconográficos con los que habitualmente identificamos al santo para centrar toda su composición, y toda nuestra atención, en la personalidad del modelo.

José de Ribera (Játiva 1591-Nápoles 1652)
Santiago el Mayor (hacia 1634)


Lo cierto es que esta "humanización" del santo no nos sorprende en absoluto pues ,al igual que su admirado Caravaggio, y gran parte de sus contemporáneos, José de Ribera, que así se llama nuestro artista, utilizaba modelos buscados entre la población local, ya fueran viejos o jóvenes, para la realización de sus obras. De esta forma sus santos y apóstoles, como en el caso que nos ocupa, no es de extrañar que tengan el aspecto de los cargadores, pescadores o mendigos que el pintor encontraba entre los pobladores del puerto de Nápoles.


Considerado junto con Goya como el mejor grabador español Ribera, entre 1620 y 1626, consagra casi la totalidad de su producción a la realización de aguafuertes. Por tanto, no es de extrañar la gran maestría en el dibujo que el pintor levantino alcanza en este cuadro. Nuestro artista lleva ya más de quince años residiendo en Italia y las huellas de pintores venecianos así como la de Caravaggio han dado paso a un estilo más personal. También queda patente en esta obra la admiración del pintor por la antigüedad clásica de la misma forma que un cierto alejamiento del tenebrismo propio de su primera época nos permite apreciar un nuevo tratamiento de la luz y del color.





Magistral resulta también el empleo de las diferentes texturas que la sabia pincelada de un Ribera de cuarenta y tres años es capaz de producir en la plenitud de su arte, como podemos apreciar en estos detalles.


En resumen, una magistral obra de arte que destaca por su sobriedad y sencillez pero también por su elevado nivel técnico y por la profundidad psicológica de su protagonista.
Una maravilla que, para los que viváis en Sevilla, está muy cerca, en el museo de nuestra ciudad. Merece la pena.

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